lunes, 15 de abril de 2013

Y esto es lo que ocurre cuando vives en el extranjero

A veces me encuentro con textos a golpe de click que, por diversos motivos, me gustaría compartir con el mundo. Por desgracia, no todos están en español, y comprendo que el mundo no tenga ni tiempo ni ganas de ponerse a descifrarlos. Como da la casualidad de que me gusta muy mucho traducir, he decidido publicar de vez en cuando algún artículo, previo consentimiento del autor, por eso de que soy buena persona y quiero facilitaros la vida. Pero no os acostumbréis, mangurrianes, que hay que aprender idiomas para que no llegue el día en el que seáis presidentes de Gobierno y las cámaras os graben diciendo "is very "dificul" todo esto".

Éste en concreto lo leí por casualidad el otro día y me puso un poco "morriñosa". Me sentí bastante identificada con muchas frases de la autora, Chelsea Fagan, quizá no tanto por el hecho de vivir en el extranjero, sino por haber pasado ya una buena parte de mi vida fuera de casa. En fin, cualquier comentario será bien recibido, como siempre que yo no sea objeto de vuestras mordaces críticas.


Y esto es lo que ocurre cuando vives en el extranjero




Un rasgo bastante inequívoco de los extranjeros es lo fácil que resulta encontrarlos apiñados en bares y restaurantes, sumidos en conversaciones que no solo versan sobre sus países de origen, sino también sobre la experiencia que supone abandonar el hogar. Pero, por raro que pueda parecer, los miembros de estos grupos de expatriados no necesariamente proceden de la misma tierra: a menudo, la mera experiencia de intercambiar países y culturas basta para crear un vínculo entre ellos y asentar los cimientos de una amistad. Cuando todavía vivía en Estados Unidos, llegué a conocer a un buen puñado de expatriados que habían pasado más o menos tiempo en mi país. Por ello, me resulta reconfortante observar que aquí, en Europa, las barras de bar “extranjeras” están igual de extendidas y repletas de las mismas conversaciones cálidas y con aires de nostalgia.

Pero hay un sentimiento que, sin lugar a dudas, coexiste entre nosotros y merodea tácitamente cada vez que nos reunimos: el miedo. Existe un miedo palpable a vivir en un nuevo país; un temor que, si bien se presenta con más intensidad durante los primeros meses (o incluso el primer año) de nuestra estancia, jamás se evapora con el paso del tiempo. Tus inquietudes, que en un primer momento se concentraron en cuestiones tales como hacer nuevos amigos, adaptarte o dominar los pequeños matices del idioma, han pasado a manifestarse en una única y recurrente pregunta: “¿qué me estaré perdiendo?”. El tiempo corre según te vas asentando en tu nuevo país y en tu nueva vida, y dejas de preguntarte cuánto llevas en tu entorno actual para pasar a referirte al tiempo que ha pasado desde que te has ido. Ahí es cuando te das cuenta de que la vida en tu hogar ha seguido su curso sin ti. La gente ha crecido, se ha mudado, se ha casado, ha cambiado por completo… exactamente igual que tú.

Resulta complicado negar que vivir en un país distinto, con su respectivo idioma, te cambia de forma radical. Es como si distintos aspectos de tu personalidad salieran a la superficie y, a mayores, empezases a hacer tuyos atributos, gestos y opiniones de las nuevas personas que ahora te rodean. ¡Que conste que no hay nada malo en todo esto! De hecho, suele ser uno de los motivos por los que abandonaste el primer lugar. Querías desarrollarte, cambiar algo de ti, forzarte a pasar por una situación insólita y difícil que te obligase a comenzar una nueva etapa de tu vida.
Y es que lo que muchos de nosotros queremos al abandonar nuestros países de origen no es sino escapar de nosotros mismos. Acumulamos descomunales redes de contactos, bares y cafeterías, discusiones y ex parejas… y, a la vez, permanecemos en los mismos cinco sitios una y otra vez; sitios en los que nos sentimos atrapados. Por decirlo de algún modo: en tu vida ha habido tantos puentes que se han quemado, tantas relaciones amorosas que han culminado en algo feo y amargo, tantos restaurantes en los que ya has comido todo lo que ofrecían en el menú como mínimo diez veces… que el único modo de escapar y hacer borrón y cuenta nueva es partir hacia un lugar en el que nadie sabe quién fuiste ni te lo va a preguntar. Esa sensación de poder ser quien tú quieras sin necesidad de llevar a rastras el bagaje del pasado resulta estimulante y revitalizante hasta límites insospechados. Sin embargo, al mismo tiempo caes en la cuenta de la enorme presencia que tiene esa parte de “ti” que tan solo es fruto de una situación geográfica concreta.

Te paseas solo, vas a cenar a restaurantes en los que te sientas en mesas para uno (quizá con un libro, o quizá no)… Durante horas, días incluso, estás solo; únicamente te acompañan tus pensamientos. Comienzas a hablar contigo mismo, a hacerte preguntas, responderlas y a regodearte como nunca antes con las acciones más cotidianas del día a día. Cuando te encuentras completamente solo en un lugar nuevo, emocionante y con el extra del idioma desconocido, algo tan simple como hacer la compra se convierte en una tarea fascinante. El hecho de tener que empezar desde cero y reconstruirlo todo o de volver a aprender a vivir y a llevar a cabo las tareas más normales como si fueras un niño te provoca un cambio extremo. Sí, es cierto, el país y su gente ejercerán su propio efecto a la hora de definir quién eres y cómo piensas, pero poco hay más profundo que verse obligado a empezar desde el principio y confiar en uno mismo para construir toda una nueva vida. Todavía no conozco a nadie que no se haya relajado tras haber vivido una experiencia de ese calibre. Cuando te mudas a ese nuevo lugar y comienzas desde el principio, adquieres un cierto nivel de comodidad y confianza contigo mismo, igual que la seguridad de que, pase lo que pase en el resto de tu vida, por lo menos una vez ya fuiste capaz de pegar el salto y caer de pie.

Pero claro, están los miedos. Y sí, la vida ha seguido su curso sin ti. Y cuanto más tiempo permanezcas en tu nuevo hogar, más pronunciados serán todos esos cambios. Vacaciones, cumpleaños, bodas… cada acontecimiento que te has perdido se convierte de repente en una cruz que marcas en un papel de longitud interminable. Llega el día en el que te da por echar la vista atrás y caes en la cuenta de la inmensa cantidad de cosas que han ocurrido. Cada vez se te hace más arduo mantener conversaciones con algunas de aquellas personas a quienes solías considerar tus mejores amigos, y las gracias internas te resultan totalmente ajenas. Ahora eres extranjero. Hay personas que pasan tantísimo tiempo fuera que no son capaces de regresar jamás. Todos conocemos a ese expatriado que se ha tirado treinta años en su “nuevo” hogar y que, por ello, da la impresión de haber sustituido todas aquellas primaveras ausentes por una inmersión íntegra e impetuosa en su “actual” territorio. Es cierto que, en teoría, son inmigrantes, pues su partida de nacimiento los situaría en otro punto del planeta. Sin embargo, es obvio que serían incapaces de juntar todas las piezas que integraron las vidas en sus países, como quiera que éstas fueran. Ya no son quienes eran, y tú mismo caes en la cuenta de que, cada día, te vas convirtiendo poquito a poco en uno de ellos, por mucho que no quieras.

Así que contemplas tu vida y los dos territorios en los que ésta se desarrolla, y comprendes que, en realidad, no eres una, sino dos personas independientes. En el momento en que tus dos países representen distintas partes de ti y las satisfagan, hayas formado unos lazos inquebrantables con gente a la que quieres en ambos sitios o consideres que tu hogar son los dos estados por igual, estarás dividido en dos. Te tirarás el resto de tu vida (o, al menos, eso es lo que parece) anclado en un sitio y, al mismo tiempo, anhelando estar en el otro, contando los días hasta que puedas regresar y volver a ser la persona que solías ser allí durante al menos unas semanas. Y es que cuesta tanto forjarse una nueva vida en un nuevo lugar que ésta no puede morir sin más por el mero hecho de desplazarse a otro punto a varios husos horarios de distancia. No van a dejar de importarte todas aquellas personas que te introdujeron en su país y se convirtieron en tu familia cuando estés lejos.

Cuando vives en el extranjero te das cuenta de que, donde quiera que estés, siempre serás un expatriado. Siempre existirá una parte en ti que está lejos de su hogar y que se encuentra en estado de letargo hasta que, por fin, puede respirar y vivir a todo color cuando regresa al país al que pertenece. Vivir en un entorno nuevo es algo hermoso, emocionante y que, a mayores, te demuestra que puedes ser quien tú quieras ser y con tus propias condiciones. Del mismo modo, puede obsequiarte con aspectos como la libertad, la oportunidad de comenzar de nuevo, la curiosidad y la emoción. Pero claro, subirte al carro de empezar desde el principio también tiene un precio: no puedes estar en dos lugares al mismo tiempo, por lo que, a partir de ese mismo instante, te pasarás algunas noches en vela pensando en todo lo que estas perdiendo en tu lugar de origen.